Euterpe: San José
Comenzaba a arreciar en el monte. Hacía ya varias horas que no dejaba de llover, era una brizna constante, que atenuaba los sonidos que irradia la soledad. No hacía un frío, era frío el que me arropa. Entraba por la ventana y yo no la quería cerrar. Porqué impedírselo, llamarle para que se parase, cerrarle para que no estuviere. La astucia con la que cada gota de lluvia caía se escuchaba en el eco que creaban, caían, una tras de la otra, parecía que fueran gemelas, una igual que la otra. Inconclusas gemelas una vez separadas al nacer. Se escuchaban como si contaran secretos que, algún día, por algún motivo, tuvieron que perder. No había un croar de ranas, pero me resultaba familiar escuchar las voces de dioses en su cantar, eran semidioses. Con sus alegorías armonizaban la noche que apenas si ya empezaba a despertar, bien entrados en horas, lo oscuro se hacía aún más claro, los croares me ponen en un estado alterado. Los graves son menos que los agudos, pero aun así me pesan al caminar, y los agudos, como silbidos, con el potente vientre que tienen y la papada enorme que contiene las fórmulas mágicas para entender lo que es un croar. Un poco más adelante, a mi mano izquierda, un gato yacía constante con la mirada clavada en mis verjas, yo no las tocaba, pero el gato era quien les miraba. Volteaba la cara y se hacía que no era él, al que le estaba hablando; despertaba. Me seguí caminando. Tocaba mi cara para ahondar en los contrastes que daban, poros abiertos por las erupciones que de joven me acompañaron por un tiempo, aún les tengo. Rozaba mi barba, para sentir la fricción que volviese a revivirme una vez más, que volviese a permitirme inferir que algo no andaba mal.
Hay situaciones en las que me encuentro por un momento debiendo recapitular, hacer memoria y vuelta atrás. Hay ocasiones en que la primavera me pega de lleno, con todo a la vez y me vuelvo un sereno. Hay ocasiones en las que me vuelvo al viento y con el viento al verbo. Hay ocasiones en las que pienso y veo la hoja caer, escucho el sonido al llegar; vuelvo a pensar y una nueva hoja ha vuelto a caer; ahora, en esta ocasión. Pienso en la hoja caer, y como quien escucha sollozos que no salen de un loco, como quien ha escuchado el grito silencioso, como quien sabe qué es lo que lleva por dentro, cae la hoja, como si fuera yo quien caigo la rosa, cae la hoja al verla mirar, cae la hoja al verla pensar, cae una hoja, cuando pienso en que cae la hoja.
Las primaveras ya no me tocan, ahora me salen por la boca. Los árboles son más árboles cuando los veo cruzar, porque soy yo quien siembra y ellos quienes caminan, con sus grandes cruces, las que suelo llevar a sus grandes bruces. Las raíces son grandiosas guías que se yerguen redundantes por la Pachamama. Hay árboles, que a veces, del verde de sus hojas, sale mucho más verde que el de siempre. Hay veces, en que a otros árboles se les caen las hojas, o, a unos de otro color se les caen las botas. Los árboles en San José ¡oh madre nuestra!, son los árboles terrestres. Son los árboles que nadan, ven, pero nadie ve, son árboles esplendorosos que cuando los zumbo escucho un yo, que cuando los oigo… me remito a los instantes precisos de todas aquellas veces en las que he estado allí o pasado por ahí.
A los árboles se les caen las flores.
Cuando a los árboles se les caen las flores es porque ya no hay un Miraflores. Cuando a los árboles se les caen las flores es porque quieres que te pares y mires cómo es que se le caen las flores. Cuando a un árbol se le caen las flores, es porque son la magia que querías contemplar una vez más. Magia que sueles pasar. Hay flores de todos los colores y por todos los sabores, los tengo en mi casa sembrados en una parte del patio de atrás que conecta a la casa de mi abuela, la que saludo todas las mañanas al avivar y me despido todas las noches al terminar.
Por Juan Pablo Montoya Combita
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