El Incidente

Irene se despertó de mal humor por el clima. Afuera no se veía más allá de tres metros delante de uno, y ella solo pensaba en dormir, pero el deber apremiaba. Salió de su casa con diminutos copos de nieve posándose lentamente sobre su gorro, y llegó con el sol asomándose entre la niebla. Las llamadas constantes y la entrada de gente hacían el trabajo de secretaria un infierno para Irene; pero le permitía estudiar en las noches la carrera de sus sueños: arquitectura. Una vez en casa, recogió los recibos y encontró entre ellos una carta. El sobre lo enviaba Antonio de Goya, y lo recibía Victoria de Goya. Tenía una nota “Dirección no existente, se remite a la segunda dirección”. Irene no conocía a ninguno de los dos, así que ellos no podían saber su dirección. De la oficina postal le indicaron que debía comunicarse con el remitente para cambiar ese dato. Al día siguiente Irene tomó el directorio y se comunicó con los diez Antonios de Goya que figuraban ahí, pero ninguno decía haber conocido a nadie llamada Victoria, así que decidió buscar la dirección inexistente.

La dirección era cerca a la playa, a tres horas de viaje. Irene salió temprano, con la carta en su abrigo, siempre atenta de no perderla de vista, mientras tomaba el tren. Mirando a través de la ventana sólo podía pensar en qué diría la carta. Tuvo que tomar un taxi, ya que la dirección se encontraba en la zona más apartada, en un lote amplio rodeado de arena. Irene llegó al punto que marcaba la dirección, pero en efecto, no había nada, solo era la basta playa que se extendía hacia el océano. Únicamente a lo lejos se observaba una casa en un risco, que llamó la atención de Irene y se dirigió hacia allá.

Al llegar se encontró con una maravilla arquitectónica; a Irene le encantó el lugar, parecía como si lo hubiera soñado. El antejardín tenía gardenias, las favoritas de Irene. Al tocar, la recibió una mujer alta, en sus cuarenta, con los cabellos castaños ondulados y un gran par de anteojos, que se quedaron observando a Irene fijamente mientras ella le decía: "Busco a Victoria de Goya". "Soy yo", replicó la señora con voz profunda y taimada. "Le traigo una carta que era para usted, pero me llegó por error". La muchacha invitó a pasar a Irene con un gesto de la mano mientras sostenía la puerta. "Según su dirección debió haber sido un largo viaje. Siéntese", dijo Victoria viendo el sobre. Irene aceptó, mientras observaba concentrada el rostro de la muchacha, que le parecía familiar de algún lado. Victoria le dio un vaso de agua, y le agradeció por traer la carta de su padre personalmente. Irene dijo que lo había hecho por amabilidad, pero también por curiosidad por el hecho de que su dirección aparecía en la carta. "Esa era mi dirección de residencia. Me mude hace tiempo, pero mi papá olvida esta dirección constantemente. Llamare a la oficina postal para arreglarlo", explicó Victoria, la cual desviaba su mirada cuando hablaba, como nerviosa, pero también miraba con atención a Irene cuando esta hablaba. "¿Nos conocemos de antes?". Victoria respondió: "No lo creo, seguro me ha visto en las noticias alguna vez, soy física cuántica". No, eso no es, pensó Irene: le recordaba a su propia madre. “Me encanta el diseño de la casa”, dijo Irene, a lo que Victoria replicó: “Está basada en unos bocetos de mi mamá”. Irene se despidió en cuanto llegó su auto, Victoria le agradeció de nuevo por haberse tomado el tiempo de ir hasta allá en persona. Se quedó observando como Irene partía, con lágrimas en los ojos.

Pasadas varias semanas llegó un joven alto y castaño a la recepción y se dirigió a Irene: “Vengo para una cita con la doctora Cecilia”. “Claro, ¿Cuál es su nombre?”. El muchacho sonrió: “Antonio de Goya”, y de salida la invitó a un café un día. Finalmente se enamorarían, pero Irene solo recordaría el incidente de la carta cuando tuvieron su primera hija, y ni siquiera entonces lo mencionaría a nadie.

Por Sergio Figueroa Cardona

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