El Sello
Estaba sentado en la silla del faro de la bahía de Elden, reteniendo en sus manos el anillo de bodas que le había sido devuelto por la que iba a ser su esposa. «No puedo casarme contigo —dijo Sirena con tozudez—, siento que tú no me entiendes». Gabriel quedó atónito sin comprender qué había querido decir con “entender” y fue al faro para despejar sus ideas. Mientras fijaba su mirada entristecida en el anillo que tenía grabado su nombre, pensó: «Ella prefiere los huevos a medio cocer cuando yo prefiero la yema dura» —caviló—; «La contemplé demasiado, prefiere los hombres desinteresados —musitó—, mi problema fue tratarla como lo que más amo en mi vida»; pero, ¿desde cuándo es un problema amar a alguien con locura?
Llevaban varios años de noviazgo, Gabriel consideraba a Sirena como su angelito; solía decirle que la dejaría dormir sola en la cama para que ella pudiera acomodarse a su antojo sin lastimar sus alas que le habían sido otorgadas por gracia divina. Tenían dificultades como las relaciones habituales, pero Gabriel veía en ella una compañía, una especie de costumbre aberrante que, aunque sabía que podía vivir sin ella, no quería; prefería mortificarse con los momentos de agravio (que eran más frecuentes que los de gozo) para así, procurar darle la espalda a esa temible soledad que lo había llevado de la mano por tanto tiempo.
Absorto en sus pensamientos, ignoró la oscuridad que se asomaba por encima de las olas; hacía frío y deseó un trago, quería sofocar el recuerdo de Sirena con vino tinto, ansiando verla difusa, disipándose con la misma volatilidad del humo de un cerillo cuando se apaga en el aire. Bajó por el muelle hasta llegar al Parque de los Azahares; dobló en la esquina del Pentágono y a media cuadra, un aroma de rosquillas recién horneadas le hizo agua la boca. «Tendré que comer una —exclamó—, las tripas me están haciendo mella el cuerpo».
Reconoció la calle en la que caminaba; recordó que pasaba casi a diario con Sirena cuando la recogía en el trabajo. «¡Ja!, ¡Qué vil forma de ignorar el agradable aroma a rosquillas! —refiriéndose a Sirena como vil—». Llegó a la tienda y dijo: «Tres rosquillas por favor, unas que estén muy tostaditas»; la chica que atendía le pasó las rosquillas en una bolsa de papel sonriendo con mucha ternura (porque así también le gustaban a ella). Gabriel la recibió y cuando la miró a los ojos, sintió como si el agua de cinco océanos le hubiera sido arrojada por encima del pescuezo y no por la vergüenza, sino por el color azul profundo que tenían sus ojos. Se tornó nervioso, la boca seca y las manos sudorosas; «Me va a dar un infarto —pensó—, el corazón se me va a salir del pecho».
"María del Mar" era su nombre y entendió por qué sentía que se ahogaba. Era su mirada, el azul océano en sus ojos, su ingenuidad avasallante. Su corazón había quedado prendado y sin la ayuda del vino tinto, Sirena se había desvanecido de su mente. No fue el único que sintió que le crujían los huesos; María del Mar experimentó un nerviosismo que antes no había sentido; sus piernas quedaron rígidas e inmóviles, sus párpados temblaban y ninguna frase que proclamaba tenía sentido.
Fue así como en el primer día comieron juntos sus rosquillas preferidas; a veces discutían, pero ambos se complementaban; entender la perfección era verlos juntos, tomados de la mano, ver el brillo de sus ojos cuando se miraban el uno al otro. Transcurridos ocho meses, Gabriel estaba esperándola en una cafetería del Centro y el ruido de una ambulancia quería estallar su cabeza. «Ella es muy puntual —se dijo a sí mismo—, nunca llega tarde». Asomándose por la ventana se percató de que la ambulancia atendía un cuerpo que yacía ya sin vida en el suelo; era María del Mar, había sido arrollada por una Van que había infringido el color rojo del semáforo.
Cuando echó un vistazo a su brazo izquierdo y se percató que sus venas eran de un tono verdoso; entendió al fin que su vida estaba marcada con el sello insondable de la soledad.
Por Diana Marcela Vargas Velandia
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